Qué semanita esta segunda de noviembre, ¿no? Háganos un paro mundo, todavía ni empieza el 2025 y ya nos anda tirando un madrazo bien dado y sin escalas a la cara… Bueno, ¿qué tal si mejor metemos un poco de sci-fi para olvidarnos de todo esto?
Ah, que caray.
Estas últimas veces se me ha dado escribir cosas de mello, como que son gustos de temporada. Acompañen esta nueva historia con:
Spooooooooooky.
Historia publicada en Reedsy
El reloj en la pared marcó la medianoche. Aria volteó a él y todo su cuerpo se estremeció. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir. «CREÍAS QUE TUVISTE SUFICIENTE», cada palabra brillaba con una luz verde resplandeciente en el monitor gris amarillento que tenía frente a ella.
—¡No! —Aria gritó con todas sus fuerzas. Se agarró la cabeza con ambas manos e hizo un esfuerzo monstruoso para no golpearse contra la pantalla.
Las letras desaparecieron una por una y solo quedó el cursor parpadeante. Aria aguantó la respiración. E. Apareció una nueva primera letra. S. Una segunda. U. Cada letra tardaba en aparecer, como si se estuvieran burlando de ella. Cerró los ojos, contó los segundos.
Finalmente, Aria se atrevió a abrir los ojos. «ES UN PLACER VERTE SUFRIR».
Noche tras noche, durante estas horas de oscuridad, Aria tenía que sentarse aquí a leer todo lo que la máquina le dijera. No podía levantarse. La última vez que lo hizo, su viejo estéreo se encendió a todo volumen. Cruzó la habitación para apagarlo y justo cuando sus dedos rozaron el dial, el aparato le estalló en la cara. Las quemaduras en sus dedos y a un lado de su rostro aún ardían.
Un nuevo mensaje apareció en el monitor. «¿POR QUÉ TAN TRISTE?». Aria temblaba. El sudor helado caía de su frente al teclado desgastado en el escritorio.
«OH, ¿LA POBRE ARIA ESTÁ LLORANDO?».
Hace dos meses, Aria había recibido una carta de un nombre que no había escuchado desde hacía más de veinte años, desde sus tiempos de escuela. Tenemos que hablar y te debo dar algo, por los viejos tiempos. Saludos, Mila Briones.
Ese nombre tenía algo. Algo que la hizo volver a San Agustín a pesar de que se había prometido nunca volver.
Aria siempre había odiado San Agustín, un pueblito demasiado pequeño, caliente y lleno de demasiada gente estúpida. La primera vez que vio una salida, la tomó y desde entonces nunca miró atrás. Incluso recordar a Mila le resultaba extraño. Pelo rizado, grandes ojos miel. Era de las pocas personas del pueblo con una computadora y se la pasaba encerrada todo el tiempo en uno de los salones de la escuela con el resplandor de la pantalla iluminando su rostro.
Algo en Mila siempre irritó a Aria. No es como que le hubiera hecho algo en específico, pero nunca pudo entender la facilidad con la que Mila parecía concentrarse cada vez que se adentraba en el mundo digital.
Aria se levantó del escritorio y corrió hacia la pared. Tropezó con un cable en el suelo, pero alcanzó la toma de corriente con manos temblorosas. El resplandor del monitor proyectó su sombra en la pared al agarrar el enchufe del ordenador. Sus dedos lo apretaban con tanta fuerza que se le entumecían. Echó una última mirada a su atormentador.
«NO HARÍA ESO SI FUERA…». La luz verdosa dejó de brillar en las paredes en el momento que Aria tiró del enchufe. La habitación se llenó de oscuridad y silencio, incluso el zumbido constante de la vieja máquina se detuvo. Aria cerró sus ojos y suspiró.
La máquina emitió un fuerte pitido y su luz volvió lentamente a la vida. Aria se miró la mano, que seguía aferrada al enchufe desconectado. Sus dedos cedieron y lo dejó caer al suelo.
—¡Chinga tu madre! —gritó. Intentó sonar fuerte y desafiante, pero el temblor de su voz la traicionó. Sus ojos estaban fijos en la pantalla y el cursor verde parpadeante.
Un timbre comenzó a sonar dentro de su bolsillo. Aria dudó al principio, a última vez que contestó su teléfono había sido hace cuatro días, cuando repentinamente dejó de funcionar a mitad de una llamada en la que se peleó a gritos con el que pronto sería su exmarido. Lo abrió. —¿Hola? —contestó débil.
—¿Aria? Soy tu madre. Estoy aquí, en el hospital. No sabemos qué ocurrió, pero el respirador de tu padre se apagó de repente y… —No pudo oír el resto porque el teléfono se le escapó de las manos hacia el suelo. Volvió al escritorio y se dejó caer en la silla.
Comenzó a recordar el viaje de vuelta a San Agustín. Había sido una sensación extraña, como si retrocediera en el tiempo a una época que odiaba. Le había hecho una mueca de disgusto al cartel de “¡Hogar de la machaca!”, a las afueras del pueblo y había continuado a través de los imponentes saguaros que bordeaban la estrecha carretera.
Las calles de San Agustín estaban vacías aquel día, como solían estarlo durante las calientes tardes de agosto. El suelo seco y el olor a mata quemada la mareaban. Veía las bicicletas encadenadas a postes, en un lugar donde nadie se molestaría en robarlas. Y, por supuesto, la vieja escuela de ladrillos rojos, en cuyas ventanas se reflejaban las nubes amarillentas.
Cuando llegó a la vieja casa de Mila, al borde de la colina, se topó con una anciana atendiendo unas mesas acomodadas en el jardín. Encima de ellas, había ropa, revistas viejas, casetes y un par de patines. En la esquina, casi oculto a la vista por un suéter enorme, se veía la presencia cuadrada de una antigua computadora.
—Ella ya se fue, pero dejó esto para ti. —había dicho la anciana.
«ARIA LA LLORONA. NO TE PONGAS A GEMIR. LLORA SOBRE EL TECLADO, Y TODAS LA PUEDEN OÍR», el inquietante resplandor de las palabras la trajo de vuelta, y estas letras le retumbaron como ningunas otras, porque ella misma las había pronunciado muchas veces hace mucho tiempo, pero con otro nombre.
Por fin comprendió.
El mismo día que recogió la vieja computadora, había intentado abandonarla en una zanja a las afueras del pueblo. Los frenos le fallaron y su coche derrapó peligrosamente cerca de un árbol. Su cercano encuentro con la muerte hizo que se olvidara de la máquina hasta que regresó a casa días después. La curiosidad la venció, así que la conectó y se encontró con un críptico mensaje escrito en la pantalla que decía «DILE LA VERDAD». Lo ignoró y, apenas un par de horas después, su entonces marido llegó a casa a reclamarle que sabía de los fondos robados, que alguien le había enviado todos los correos electrónicos y que tenía las pruebas necesarias para demostrar que ella le había estado mintiendo sobre el negocio que dirigían juntos.
Dos días después sonó el teléfono de su casa y una voz robótica le dijo con voz grave: «ENCIÉNDEME A MEDIANOCHE». No lo hizo, y al poco tiempo el marcapasos de su padre dejó de funcionar y tuvieron que llevarlo de urgencia al hospital.
Desde entonces, comenzó a sentarse cada noche a leer lo que la máquina le dijera, siguiendo los caprichos del fantasma digital. Cada vez que se negaba a leer o a acatar sus demandas, algo horrible sucedía.
—Lo siento, Mila. Perdón —susurró Aria lo mejor que pudo, con el verde de la pantalla tiñendo sus ojos llenos de lágrimas—. No lo sabía —suplicó al aire—. Aprendí mi lección. Por favor, por favor, déjame en paz.
«No se trata de una lección, Aria», parpadearon las palabras, sin mayúsculas. De algún modo, esto parecía aún más personal. «Tú me mataste, y ahora vas a pagar».
—No, no, yo… yo no… —Aria lloró, pero las palabras de la anciana volvieron a resonar en su cabeza—. Ella ya se fue, pero dejó esto para ti. Mi querida Mila, siempre tan aficionada a sus computadoras y tú que te aprovechaste de eso.
Diecinueve años atrás, en San Agustín había ocurrido un trágico incidente. Chica de pelo rizado, 17 años, encontrada muerta en un salón. Se cree que murió por suicidio al ahorcarse. Una computadora había sido destrozada con algún objeto. Aria ya se había ido del pueblo, pero no sin antes ir por la máquina en la que Mila siempre trabajaba, y dejarle un último regalo de despedida.
—Nunca quise… Por favor… por favor, acaba con esto. —suplicó Aria.
«Solo tú puedes hacerlo», respondió el monitor y se apagó.
La impresora empezó a zumbar en el rincón y sus sonidos mecánicos rompieron el silencio. Empezó a escupir papeles uno a uno hasta que la última hoja se deslizó y cayó al suelo. Aria se acercó lentamente, con un nudo en la garganta.
Allí estaba impresa la imagen de una cuerda, perfectamente enrollada, junto a un sencillo mensaje en negritas: «ASÍ ESTAREMOS JUNTAS».
Historia enviada a Reedsy, inspirado por la sugerencia Center your story around someone who’s being haunted — by what or whom is up to you.
AVISO IMPORTANTE
Les dejo el mensajito de que, a partir de ahora, Nebula y Entre páginas van a pasar a ser entradas quincenales. Voy a intercalar las semanas en las que aparece cada una, así que no se preocupen, todavía van a poder leer mis bonitas palabras cada semana para que no me extrañen tanto.
¡Nos seguimos leyendo!
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